Yo tenía un corazón tan metido hacia dentro,
que había cogido forma de tortuga.
Yo tenía un caparazón de mentiras,
un circo con mil dudas,
un formulario de auto desprecio,
y un dedo acusador,
que me hacía imposibles las noches.
Pero entonces un día,
frente a todas las zarzas de mi cuerpo,
apareció la rosa de tu voz,
los petalos de tus labios,
y el polen de tu abrazo.
Sentí luz,
sentí liberación,
sentí perdón,
y sentí esperanza.
Ahí estabas tú sin ningún escudo,
enfrentándote a mi invierno,
retando a mis fantasmas con tu amor sin cadenas,
y con esa alegría tan honda,
que podría colorear el mundo de una pincelada.
Al principio yo me sentía debil e inexperto,
con todas las heridas del pasado expuestas,
y mi intimidad colgando en tus manos.
Pero tú,
con la paciencia de una madre,
empezaste a dibujar corazones en cada cicatriz,
a coser con caricias cada parte de mi cuerpo,
y a besar con ternura cada miedo emergente.
Me rescataste,
como aquel que cree en lo que ve,
y espera en lo que siente,
y yo,
con la confianza que tiene un ciego a su guía,
decidí agarrar tu oferta,
y caminar contigo
hasta que me lleve la muerte.
No hay comentarios:
Publicar un comentario